No se puede querer hacer si no se sabe qué hay que hacer.
No basta con contratar a la persona idónea para hacerlo si el que tiene que decidir no tiene idea o no tiene poder de decisión o no tiene liderazgo o no está a la altura, o un poco de todo eso.
Esto que parece demoledor, y sí lo es, no es más que el reflejo de lo que sucede en aquellas organizaciones donde la distancia entre lo que se dice y lo que se hace es abismal, donde la distancia entre lo que se muestra hacia afuera y lo que sucede adentro es gigante o peor aún, son dos mundos desconectados.
La pandemia ya sabemos que aceleró los procesos, le mostró a cada uno de nosotros y a las organizaciones donde estaban y cuán lejos o cerca están de donde tenían que estar para poder competir y existir en el mundo actual, en este nuevo mundo reconfigurado.
Pero independientemente del resultado de esa prueba, lo importante es lo que cada uno hizo con ese resultado.
Algunos (personas u organizaciones) se lo tomaron con calma mientras que otros se precipitaron para querer lograr en poco tiempo lo que se construye de a poco y con calma.
Pero todos o casi todos se volcaron a la tecnología, a esa digitalización que si bien ya se estaba instalando, no había alcanzado a todos.
El problema es que muchos lo hicieron sin tomar en cuenta que ella, sin las personas no funciona. Y cuando hablamos de personas nos referimos a la importancia que ciertas habilidades blandas tienen en los resultados de las organizaciones.
La capacidad de trabajar en equipo es una de ellas y es fundamental para lograr resultados positivos dentro de una organización. Cuando un grupo de personas trabajan en equipo la inteligencia colectiva va a ser mucho más que la suma de los coeficientes intelectuales individuales.
Hace poco escuché a un prestigioso neurocientífico decir y explicar que para que algo cambie hay que cambiar el contexto, el entorno. Si algo no funciona, por más que se lo mezcle, que se lo mueva o se lo cambie de lugar, no va a funcionar.
Hoy se sabe que los equipos que funciona bien para una tarea, funcionan bien para otras, mientras que los equipos que funcionan mal para una tarea, por más que se les asigne otra tarea, van a seguir funcionando mal, es decir, hay que desarmarlos.
Pero ¿qué pasa cuando el líder no lidera o más bien, cuando el que debería ser el líder no cumple con ese rol?
Hoy el líder es uno más, es quien representa el espíritu del grupo, y para que pueda ejercer ese liderazgo es importante que haya otras voces dominantes en el grupo, que no esté solo. El líder tiene que estar dispuesto a tomar riesgos y fundamentalmente tiene que imaginar el futuro.
Si eso no ocurre podríamos decir que no es líder, pero si en la organización esa es la persona que está a cargo y no toma decisiones o toma de las decisiones equivocadas, la organización queda a la deriva.
Una marca (persona u organización) se muestra al mercado tal cual es, no importa cuánto la maquillemos.
Si traducimos esto en un lenguaje marketinero, diremos que no importa cuánto se invierta en marketing si la promesa de marca se cae al interior de la organización, es decir que por más que se quiera trabajar para construir una marca empleadora potente si lo que se quiere mostrar hacia afuera no existe al interior, la marca se cae, no es creíble y construye a la inversa, una imagen negativa.
Para que una marca sea potente y más potente aún como marca empleadora, primero hay que trabajar internamente, y eso significa tener equipos de trabajo idóneos, que puedan desempeñar la tarea para la que fueron contratados porque tiene las habilidades y competencias necesarias que sus puestos requieren, pero que además estén comprometidos con su trabajo.
Y para que eso suceda esas personas tienen que sentir que entre lo que se les prometió cuando fueron contratadas y lo que reciben no hay fisuras, que están siendo cuidados, que pueden trabajar en un ambiente tranquilo, en un ambiente que potencie sus habilidades, que los empodere, que les de libertad con responsabilidad y, sobre todo, que esa organización este adecuada al mercado.
Hoy el mundo cambió, las personas cambiaron sus prioridades y sus formas de valoración, por lo tanto, las organizaciones tienen que acompañar ese cambio, si no lo hacen, van quedando fuera del circuito, sus marcas pierden poder y la marca empleadora hace que esa organización deje de ser deseable para trabajar.
En marketing somos conscientes de que, si no medimos, no tenemos forma de saber si lo estamos haciendo mal o si vamos bien. Pero si los números, que siempre hablan solos no son “leídos” por quienes toman las decisiones, no hay inversión que sirva.
De ahí la importancia de los reportes, para que se puedan hacer los ajustes necesarios, para que se puedan tomar decisiones. Pero como “no hay peor ciego que el que no quiere ver”, si ante estos números, datos, información, “fotos” de una realidad en particular, quien lidera no se mueve, se queda en la comodidad (o la incomodidad) de lo conocido por temor al cambio, esa parálisis (aunque haga que hace o que mueva gente sin cambiar el entorno), no mejorará o solucionará lo que debe ser corregido.
y quienes hacemos marketing muchas veces nos convertimos en el espejo en el que muchos no quieren mirarse, mostramos la realidad de una forma más cruda (los datos no mienten) y eso a muchos los coloca en una situación de incomodidad que prefieren ignorar, aunque en el fondo sepan que evitarla no salvará a la organización, o peor aún, a ellos mismos; solo estarán dilatando un final cantado.